Por Sion Whellens*
“Se van a gastar muchos recursos en nuestra ciudad. Por lo que la pregunta es: ¿Quién va a recibirlos? ¿Quién se va a beneficiar?”, señala Kali Akuno, de Cooperation Jackson.
La cuestión del futuro del trabajo es sobre todo una cuestión de poder y de propiedad. Se trata de una pregunta a la cual el movimiento cooperativo busca respuestas prácticas, día a día, en barrios, ciudades y regiones.
Una encuesta internacional realizada entre 10 000 miembros de la población general por la consultora PwC concluyó que el 53 % de las personas cree que las innovaciones tecnológicas serán el factor más transformador a la hora de conformar el futuro mundo del trabajo, más que la escasez de recursos y el cambio climático, los cambios en el poder económico global, las migraciones y la urbanización. Esta es también la narrativa dominante en los principales medios de comunicación. No obstante, los cooperativistas entienden que la tecnología sigue al poder social y económico, y no al revés.
El capitalismo de plataforma (empresas cuya actividad principal es extraer valor del intercambio puro), la automatización y el auge de los robots, la impresión en 3D, son sujeto de historias sensacionalistas que amenazan a los trabajadores con el desempleo y la pobreza a menos que se sometan a la atomización, la alienación y la precariedad compitiendo de forma más dura por un menor número de puestos de trabajo cualificados y gratificantes. La “innovación” es una narrativa ideológica. Según este concepto debemos estar preparados para abandonar rápidamente nuestros modos de trabajo presentes y pasados, la comunidad, la solidaridad y la vida familiar.
En realidad, el futuro del trabajo es ya el presente del trabajo para cientos de millones de personas. Vemos la aceleración de las migraciones en masa del campo a las ciudades, del sur pobre al norte rico, y de personas que huyen de zonas devastadas por la guerra y el colapso económico y medioambiental. En los países más ricos, se parece más a el pasado del trabajo, ya que los derechos, los salarios y la organización de los trabajadores se han visto mermados por treinta años de innovación política impulsada por ideologías, la privatización de bienes públicos, la supresión de los derechos de los trabajadores y la erosión de beneficios sociales como la asistencia social y sanitaria. A medida que la tecnología, la distribución de la riqueza y los modos de trabajo siguen las políticas sociales, el siglo XXI se parece cada vez más al siglo XIX.
En 1844, los Pioneros de Rochdale hicieron una declaración de intenciones: “tan pronto como sea razonablemente práctico… disponer los poderes de producción, distribución, educación y gobierno”. ¿Cómo de cerca están a día de hoy los cooperativistas de contar con las herramientas y la organización para lograr este objetivo?
Desde mi propio país, el Reino Unido, sugiero algunos ejemplos y estadísticas para mostrar porqué los cooperativistas deben tener cuidado de no tragarse la narrativa de la innovación al por mayor. Estos señalan la escala de la tarea de nuestro movimiento a la hora de ayudar a transformar la situación de la clase obrera, pero también su potencial.
Hace veinte años, si tenías un coche y querías lavarlo, ibas a un lavadero automático. Era caro. En 2017, quedan muy pocos lavados de autos; no obstante, los humanos han reaparecido. Ahora es más barato para una empresa de lavado de coches contratar a seis trabajadores mal pagados que invertir en una máquina poco fiable.
En la agricultura británica, se nos prometió que “en un futuro no muy lejano, nuestros campos serán cultivados, sembrados y cosechados en su totalidad por flotas de máquinas semiautónomas”. En el mundo real, lo hacen decenas de miles de trabajadores migrantes estacionales (en 2017 y 2018, la escasez de estos trabajadores causada por la desorganización política y la caída del valor de la moneda se está traduciendo en que, sin duda, se dejará que se pudra una parte de los cultivos). En la región del Reino Unido, que cuenta con una población total de unos 64 millones de habitantes, 2,7 millones de personas trabajan en el cultivo, la transformación o el servicio de alimentos. 1,6 millones trabajan en cantinas o restaurantes. 5 millones trabajan en comercios minoristas, logística y almacenes.
Las industrias alimentarias del país están muy centralizadas; la mayor parte de la harina, por ejemplo, se produce en solo seis molinos harineros. Decenas de miles de trabajadores precarios y mal pagados se concentran en almacenes logísticos al oeste de Londres, lo que permite a más de miles de conductores entregar alimentos y bienes de rápida movilidad en la capital y en todo el Reino Unido. Sin ellos, Londres se quedaría sin comida en 72 horas. La tecnología de vigilancia se utiliza para monitorear y disciplinar a estos trabajadores. ¿Pero dónde están los robots? Tal vez ya estén en camino. Tal vez no.
Lo que estos ejemplos vienen a decirnos es que ahora mismo -olvídese del futuro- todo el entramado del sistema social, incluso en los países industrializados más avanzados, descansa en el trabajo de aquellos que producen y distribuyen los bienes y servicios de los que todos dependemos. Y esto ni siquiera hace referencia a la mayoría de las personas que trabajan en la “industria” del cuidado, ya sea remunerado o no. Los propietarios privados de la industria, sus asesores de relaciones públicas y los gobiernos lo saben perfectamente.
La meta eterna de la innovación capitalista -cimentar la dominación social reduciendo el coste de los trabajadores en la ecuación empresarial, o eliminándolos por completo- entra en conflicto con la necesidad de tener consumidores capaces y dispuestos. Sin beneficios y un orden social que conduzca a la acumulación privada, habrá poca inversión en automatización; únicamente la vieja historia de trasladar la producción a un lugar donde los trabajadores sean más baratos. Así que la amenaza de la automatización es precisamente eso, una amenaza. Su propósito es persuadirnos de que la resistencia es inútil, de que “no hay alternativa”.
El movimiento cooperativo sabe que hay una alternativa. En todo el mundo, en todos los ámbitos de la vida económica y social, vemos experimentos de propiedad y control colectivos audaces e inspiradores, para el beneficio de las personas. Sabemos que los obstáculos para la economía cooperativa son principalmente políticos, es decir, que tienen que ver con la propiedad y el control; no con la tecnología, ni con proyectos para un salario básico universal, ni con sueños utópicos.
Los consultores empresariales de PwC describen tres posibles escenarios para el futuro del trabajo, tal y como lo perciben sus clientes. El Mundo Naranja, en el que las empresas se dividen en pequeñas unidades y la especialización domina la economía mundial. El Mundo Verde, en el que las empresas cuidan. Y el Mundo Azul, en el que el capitalismo de las grandes empresas sigue gobernando. Ninguno de estos escenarios incluye un modelo fundamentalmente diferente de apropiación social. ¿Qué color utilizaríamos para nombrar un mundo cooperativo?
Los mejores proyectos cooperativos explicitan el vínculo entre la satisfacción de las necesidades y aspiraciones de las personas de hoy y la posibilidad de un mundo mejor mañana. Estos proyectos demuestran y educan sobre cómo, a fin de lograr nuestro objetivo final, los éxitos cooperativos locales y regionales deben unirse y convertirse en sistemas locales y globales, según los términos de las personas.
*Vicepresidente de la Confederación Europea de Cooperativas Industriales y de Servicios (Cecop)
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