La historia vivida nos ha hecho descreer de aquella letra de la Constitución Nacional que garantiza el ejercicio de los Derechos Fundamentales, como el derecho al trabajo, a los alimentos necesarios, a la salud, a la educación, a la vivienda, a informarnos, a trasladarnos, a disfrutar de la vida y de los bienes del país, al acceso a todos los bienes que hacen de la vida algo digno y placentero.
Pero creer en la Constitución debiera ser lo primero, lo constituyente de aquello que deseamos ser. Volverla viva significaría volverla realizable. ¿Es posible volver a creer en el disfrute de todos los derechos fundamentales para Todes? Que esta nueva etapa instaure tal afirmación en el ánimo de los argentinos, con carácter constituyente sería sin duda una fuente de potencia y creación inusitada. Ese es entonces el desafío.
¿Pero es posible alcanzar la realización concreta de todos, o gran parte de esos Derechos desde una estructura económica que prioriza el capital, la ganancia, la utilidad empresarial, la eficiencia en los costos por sobre las personas, y que además traslada estas valoraciones a todos los actos humanos? Para eso sería necesario contar, al menos de manera embrionaria, con un sistema de empresas y un Estado vinculados sinérgicamente entre sí bajo la premisa constituyente de que la propiedad privada y el capital queden subordinados a la dignidad de las personas y las comunidades. El bien común por sobre las ambiciones de ganancia y acumulación. ¿Y cómo haremos eso?
En el año 1949 se hizo un Congreso Filosófico en Mendoza donde se expresaron los fundamentos de la Comunidad Organizada Nacional: “una democracia participativa edificada en torno a la acción de las organizaciones libres del pueblo”; donde “el sujeto político del crecimiento es el pueblo organizado autónomamente y no el individuo egoísta o el Estado colectivista”. Y esto en el marco de un Estado que debía velar por que la propiedad privada y el capital quedaran sometidos al bien común, y no al revés (artículos 37 y 38 de la Constitución del 49). Tal sistema no se basaría en una “una economía de capital sino en una economía social” que conlleve a “la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación”. Pero el cinismo no es nuevo: esa Constitución fue derogada por la Revolución Libertadora en 1955 por “autoritaria”.
Ahora bien. Esto, que parece un delirio, historia pasada y casi un sueño en el mundo actual, existe objetivamente en la Republica Argentina de hoy.
Bajo una legislación específica (Leyes 20321 y 20337) tienen vida en el país organizaciones productivas con la figura cooperativa o mutual que deben priorizar el bien común por sobre el capital o la ganancia, cuidando al mismo tiempo la reproducción productiva.
Se trata concretamente de casi 12.000 empresas de producción de bienes y servicios, 8600 cooperativas y 3000 mutuales. Entre ambas figuras reúnen 27.000.000 de asociados y generan 267.688 puestos de trabajo. Se distribuyen geográficamente en un 90% en pueblos y ciudades del interior de país. En 2.224 departamentos argentinos hay por lo menos una cooperativa o una mutual (Fuente: INAES, 2019). Algunas tienen más de 150 años de vida y constituyen patrimonio económico, edilicio, cultural, histórico y político del país.
La Economía Social de cooperativas y mutuales produce viviendas, alimentos, financiamiento, salud, transporte, trabajo, educación, energía, telefonía, y podría producir mucho más si contara con una valoración estatal que le permitiera adquirir una forma y una dimensión funcional a los intereses nacionales de este momento.
Y no sólo esto. El cambio económico y cultural que atraviesa la modernidad nos pone frente a la aparición de un nuevo sujeto político que asoma sus narices desde los bordes con fuerza inusitada: el feminismo y los movimientos sociales, que empiezan a tener relevancia principal en las decisiones fundamentales del país, acompañados de toda la fuerza de un cambio humano que privilegia los intereses de las mayorías. Y las universidades públicas, que acompañan este desarrollo con creciente preponderancia de sus investigaciones académicas sobre la realidad popular en áreas específicas de economía social.
Pero este conjunto de empresas sociales y organizaciones no constituye movimiento ni sistema, es decir no están integradas y articuladas entre sí, cultural, económica y tampoco políticamente al menos en la medida necesaria para responder de manera orgánica a las necesidades nacionales. Es un conjunto de fragmentos que todavía no ha logrado la representación simbólica articulada de todo su diverso y divergente universo político.
Para eso se requiere de una política pública, una clara política de Estado que acompañe a la Economía Social en diseños orgánicos e integrados de producción. Lo que quiero decir es que existen en el país al menos 12.000 empresas equipadas y preparadas para producir bienes y servicios sin ánimo de lucro y resolver necesidades. Que lo están haciendo ahora, en este momento, con presencia en cada pueblo o ciudad del país, en medio de toda la inclemencia, y también en medio de la soledad e individualidad que brinda la misma cultura en que vivimos.
Y que en el marco de políticas adecuadas de Estado es posible unificar y coordinar todo ese conjunto de diversidades, heterogeneidades, divergencias y potencialidades que priorizan el bien común, para empezar a trabajar mañana mismo en la satisfacción de las necesidades más urgentes de las mayorías argentinas, reuniendo en un solo trabajo junto a las pymes el quehacer de las cooperativas y mutuales, las diversas organizaciones libres del pueblo, los movimientos sociales y culturales y las universidades públicas en una sola política pública que constituya a la Economía Social en el corazón mismo de la realización de esa Argentina para todas, todos y todes, que soñamos.
*Cooperativista y mutualista. Fundador de la Mutual El Colmenar. Directivo de la Federación Mutual y Cooperativa de la Pcia. de Buenos Aires (Femoba). Magister en Economía Social de la UNGS. Ex presidente del Inaes.